Aquende manuscribe este Rey Santo desde su urna acristalada en los muros catedralicios hispalenses en el Anno Domini MMXXV, en el recogido silencio de mi eterna morada, donde la piedra es memoria y la fe, aliento, alzo mi espíritu desde esta urna regia para dejar constancia de un suceso que el cielo ha querido bordar con hilos de eternidad en esta ciudad que tanto amo.
A los que lean con ojos del alma, sepan que Sevilla, mi reino, mi amada, sigue latiendo con un corazón encendido de devoción. Y este Rey Santo ha sido testigo —desde este sagrario de mármol y siglos— de un encuentro que no fue mero tránsito ni procesión, sino sacramento sin altar, oración sin palabra, éxtasis sin ruido.
La Virgen de la Amargura, Señora de San Juan de la Palma, atravesó el aire denso de las callejuelas del espíritu sevillano que hizo de techumbre de palio en su caminar y llegó hasta el convento de las Hermanas de la Cruz. Allí, donde la tierra es pobre pero el espíritu abunda, donde se sirve al Cristo doliente en cada cuerpo roto, aguardaban las hermanas, vestidas de humildad y silencio, con los ojos encendidos como lámparas de aceite perpetuo.
Y fue entonces que ocurrió lo que no sabrán decir los cronistas ni recogerán los archivos: un temblor leve, no de tierra, sino de eternidad, posó su manto sobre el lugar. No fue visita, sino comunión. La Virgen no pasó: se quedó. Porque en aquellas mujeres pequeñas y decididas, que se consumen por amor como cirios ante el altar, halló su reflejo más íntimo.
Vi cómo una de ellas alzaba la mirada, como ángel que alza el vuelo, como quien mira al dolor y ve la gloria. Vi cómo la Virgen, vestida de luto y templanza, parecía inclinar el rostro, no por escultura, sino por compasión. Y allí, entre el incienso callado del alma, se entendieron: la Madre del Dolor y las hijas de la Cruz. Sin palabras. Sin tiempo. Solo fe.
He estado en batallas, he visto milagros de sangre y espada. Pero jamás he contemplado algo tan puro. El cielo se volvió claustro. El palio, cielo. Las lágrimas, sacramento.
No sé si la ciudad sabrá entender lo que ha pasado. Pero los ángeles —los que me visitan a veces, cuando la noche es más espesa que el mármol— me han dicho que ese momento será contado en el Reino de los Cielos. Y que Sevilla, por un instante, fue Belén, fue Nazaret, fue Jerusalén redimida.
Que este testimonio quede, entonces, escrito no en papel que el tiempo devora, sino en las entrañas de quienes aún creen en lo invisible.
Y que nunca olvide Sevilla que, una madrugada de mayo, la Amargura y la Cruz no se cruzaron: se fundieron.
Sean felices.
Fotografía: Jaime Rodríguez // Hermandad de la Amargura.
