Expiró en Roma. Vive en Triana

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En nombre del Altísimo, que es Justicia y Amor,yo, Fernando, Rey y Santo por la gracia divina, pongo por escrito lo que el alma apenas puede contener en palabras humanas.

He vivido, por misericordia del Altísimo, días de fuego interior en esta vieja Roma, donde el mármol y la sangre antigua aún susurran los nombres de los mártires. En estos días de primavera, la Ciudad Eterna se ha estremecido, no por guerras ni conquistas, sino por la fe vibrante que ha brotado como agua viva ante la presencia del Santísimo Cristo de la Expiración, al que el sevillano versa, con voz quebrada por el fervor, como “El Cachorro”.

¡Oh, prodigio de los tiempos!

El Dios Hijo crucificado ha sido traído desde las orillas del Guadalquivir hasta el corazón de la cristiandad. No como un trofeo de los hombres, sino como un Rey doliente que entra en la Roma de Pedro para recordarnos que el trono de la gloria es una cruz de madera.

En San Pedro del Vaticano, ante los pilares que abrigan al Pescador, se alzó el rostro agónico del Redentor, y el mundo pareció detener su pulso. Aquel Cristo, labrado con manos humanas pero habitado por el misterio divino, cruzó el umbral del Templo mayor, y una multitud de lenguas y razas se postró en un mismo espíritu, como en Pentecostés. Yo mismo, siervo indigno, sentí la espada de su mirada, y mis lágrimas no fueron de rey, sino de penitente.

Pero lo que ayer se pudo presenciar, jamás lo hubiera soñado ni Rey ni Santo, ni en las vigilias más piadosas. El Coliseo, mudo testigo de antiguas muertes por la fe, se convirtió en escenario de una procesión triunfal no de poder, sino de amor sacrificado. Bajo los arcos del imperio vencido por la Cruz, avanzó el Cachorro, ceñido sus hijos, hermanos todos, portadores de cirios y costal, llevado por hijos de Triana con el alma en los brazos.

¡Oh Roma, cuán pequeña fuiste ante el Crucificado!

Cantaban los coros, lloraban los fieles, y las piedras mismas parecían latir. Nunca el mármol fue tan carne, ni la historia tan presente. Las almas penitentes, el incienso, los rezos en castellano y en latín tejieron una estampa eterna: la de una Roma rendida no por espada ni conquista, sino por la fe ardiente del pueblo cristiano de Triana.

Con la pluma temblorosa de quien ha tocado el velo del cielo, cierro este manuscrito. Ruego al Señor que no borre pronto de nuestras almas esta visión santa. Y si esta Roma es aún cabeza de la Cristiandad, que lo sea por su humildad ante el Cristo que expiró por todos.

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