Aguardando con añoranza el retorno del agua y su reflejo

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Desde el umbral de las centurias que me contienen, promulgo con voz pétrea y de oración de eternidad. Soy Fernando, Rey y Santo por designio del Altísimo, y Sevilla, joya de mi corona y altar de mis desvelos, aún vive en mi alma con fulgor inextinguible.

En mis caminatas silenciosas, allá cuando el ruido del mundo agoniza y solamente canta el recuerdo y algún pajarito distraído, se me aparece un rincón que ya no es, pero fue: el Patio de Banderas, aquel reposo de la luz, donde el alma de La Giganta descendía a mirar su rostro en las aguas quietas de una fuente noble y humilde.

¡Cuánto me duele saberla ausente!

Esa fuente blanca, nacida en tiempos lejanos al mío pero amada como si fuera de mi linaje, fue más que un brocal de mármol: era espejo del cielo y de la historia, era temblor líquido donde la torre mora y cristiana se contemplaba como doncella en vísperas de nupcias.

Yo la vi —aunque no en carne, sí en espíritu— devolverle a Ls Giralda su reflejo sereno, como si el agua fuese escriba de los siglos, copiando con temblorosa fidelidad la silueta que corona mi Sevilla. Los infantes jugaban en su cercanía, los vetustos abuelos se sentaban a bendecir el día, y los forasteros, mudos, guiris todos, descubrían que el alma de la ciudad no sólo se alzaba: también se hundía dulcemente en esa taza de silencio.

Hoy me cuentan, en mis desvelos personales, que fue retirada “de culto” en la anualidad de gracia de 2009, para dar paso a otras memorias dormidas bajo el suelo. Agradezco la honra a los antiguos, sí, pero clamo como rey y como sombra que añora: devuélvase la fuente a su sitio, para que Sevilla recobre uno de sus latidos. Que la Giralda no se mire solo en los ojos de los hombres, sino también en los de su agua, como lo hiciera antaño.

Porque una ciudad sin sus reflejos es como un reino sin alma. Aún así, sean extremadamente felices y gocen que la cuasi septenaria de la luz y del color, de la algarabía desmedida y del abrazo fraternal sincero.

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