Llueve sobre Sevilla con una constancia y cadencia inusitada que parece dictada por la misma Providencia. Las nubosidades, como ejércitos formados y uniformados tomamos Gracias que recuerdan a la Centuria Macarena, han tomado las techumbres celestiales sin rendija para la luz, y el agua, en su pléyade incontable de gotas golpea tejados, inunda azoteas y caminos, impidiendo la salida de los hombres y de las decisiones que tanto esperan su tránsito por las calles.
¿Será esto una señal? ¿Acaso el Altísimo quiere templar el fervor de los fieles o poner a prueba nuestra paciencia? La Cuaresma es tiempo de recogimiento y penitencia, y bien pudiera ser que estas lluvias nos llamen a buscar a Dios no en las plazas, sino en el silencio de nuestros aposentos. Mas, ¿cómo no entristecerse al ver que las andas de nuestras sagradas imágenes quedan “prisioneras” en los templos, cuando sus rostros han sido tramados con mimo por gubia primorosa para mirar al pueblo y escuchar su súplica?
Tal vez esta lluvia que hoy nos confina obedece a designios que aún no comprendemos. Quizá el Altísimo nos dice que no basta con mostrar la fe en las calles, sino que es preciso afianzarla en el corazón. Acaso nos recuerda que el sacrificio no está solo en el ayuno o en la procesión, sino también en la espera.
Sea como fuere, el agua caerá hasta que Él disponga lo contrario. Y cuando el cielo se abra y la luz regrese, los campanarios reinsertan su esplendor esfuerzos las campanas doblarán con más júbilo, y el incienso elevará nuestras plegarias como si fueran las mismas nubes, pero ahora ligeras, libres, purificadas.
Sean felices.
