Carta del Rey Santo a los cofrades

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Desde mi urna acristalada, aposento sin parangón, morada tan real y santa como este que manuscribe.

A los hijos de la fe y del deber, congregados bajo las banderas de Cristo y María Santísima, yo, Fernando, Rey y Santo por gracia divina, cuyo cuerpito descansa bajo los arcos sacros de esta catedral que es refugio y fortaleza de la cristiandad, apoyada en los pilares marmóreos de la propia fe os envío vocablos encadenados, sabedor de que los recibiréis con agrado.

Sabed, cofrades, que vuestros Altares móviles por las callejuelas de esta muy noble y muy mariana ciudad, cargados de fervor y penitencia, son los ecos de la fe de aquellas jornadas en que libré a Sevilla del yugo infiel para devolverla a los dominios del Altísimo. Así como entonces, la muy venerada en estos tiempos que corretean, Lobera, blandía justicia en nombre de Dios, hoy son vuestras cruces y andas las que proclaman la victoria de la fe.

Cada lágrima vertida, en cada oración elevada, cada unicidad de esa cuantía de oraciones silenciosas que, a gritos, piden por la totalidad, en cada acto de hermandad y servicio, se edifica el Reino de los Cielos entre los hombres.

No permitáis que el orgullo, la discordia o la tibieza hagan estragos en vuestra misión, pues sois herederos de una empresa sagrada.

Permaneced fieles al Evangelio, no solamente en el fulgor ardiente de la Septenaria Santa y sus cuarenta días previos, sino en la humildad de cada día, en el consuelo al prójimo, en la Caridad, en el Culto.

Y ahora, desde estos acristalados aposentos que guardan con recelo mi bella faz, os bendigo exaltando con la autoridad que se me concedió. Que os guíe siempre la Luz de la Fe, la esperanza y la caridad, y que cuando el Altísimo llame a filas, seamos dignos de alcanzar su gloria con el pecho pleno, inundado del amor concedido a prójimo.

Dado en la Catedral de Sevilla, esta data en la que las campanas aún resuenan con repiques flamencos, tras la celebración de su jornada mundial.

Sean felices.

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