Con regusto edulcorado y el paladar sabrosón tras una sentencia temporal de eventualidades mayestáticamente históricas, llega un dominical pleno en ocio, liberado de obligaciones reales y santas, con la espalda cubierta y despegada de la sabanita de mi urna.
Una nueva editorial a la sevillana y la mayoría entenderánme: mañana ociosa de juegos de mesas de la madera más noble junto con mi primogénito. Unas ligeras tablas coloreadas que al conformarse dan aparición a un castillo férreo en su escasez cuasi máxima, unos palitroques, un par de cascabeles a modo de vigías controladoles adoctrinados, cuya misión es avisar de un posible asedio a las puertas y unos supuestos roedores, herederos de grandes fagocitadores de la historia del reino en acción que se internarán de manera sigilosa para capturar derivados lácteos de la máxima calidad para una convidá de excelsa categoría.
Y mientras, sigo y prosigo meditando mi opción al voto allá en la banderola azulada estrellada que representa a ese abajo de Reino superlativo que nos iba a unir a todos y jamás desunió plus.
Sentimientos encontrados entre la obligación, el derecho y el color rojo y morado en los paralelepípedos azarosos que exigen de mi pulso mediático para introducir tamaños palitroques en ventanales de la misma tonalidad sin que el vigía cascabel sienta la presencia de este Rey santo y ser ratoncillo que reconquiste todo el producto obtenido, por maduración, de la cuajada de la leche.
Una fracción temprana de domingo donde Alfonsito muestra y demuestra su capacidad intelectual pero con ínfimo pulso. Entre tranfullas y risas infantes, este Rey Santo se siente reconquistado en vez de reconquistador y Sevila, sempiternamente presente en la totalidad de anhelos.
Gocen, sean felices y acudan a las urnas a depositar el voto y no se confundan que luego me llenan el aposento de papelotes sin repercusión contable.
Post scriptum: si habito en una urna, ¿podrían considerarme voto? Esta y otras ocurrencias en venideros pergaminos.
