En la jornada pretérita —aún fresca en los umbrales de la memoria sevillana— contempló esta ciudad, madre de fidelidades y custodia de emociones sacras, la procesión triunfal de Nuestro Padre Jesús de las Penas, cuya efigie, tan dulcificada como severa, discurrió entre las rúas como si el mismo Empíreo hubiese descendido a la urbe. Era, en verdad, un tránsito majestuoso: los aires quedaban perfumados con el incienso que ascendía en fúlgidos remolinos, los corazones se rendían ante la indómita misericordia que manaba de su augusta mirada y los sentidos se acomodaban en los pentagramas majestuosos, herencias de Pepín, con María del Mar sempiternamente recordaba, ya en un credo infinito con su abuelo.
Y hoy, cuando la Iglesia cristiana consagra este día a la Realeza suprema de Cristo, observa mi espíritu una continuidad casi mística, una línea sacra que enlaza la solemnidad de ayer con la de este preciso instante. Pues si ayer las gentes contemplaron al Señor en su advocación penitente, circundado de fervores y plegarias, hoy lo exaltan como Rey de cuanto existe, coronado no de oro perecedero, sino de la eternidad que sólo a Él, Hijo del Altísimo, pertenece por derecho soberano.
Así, ambas celebraciones —cercanas en el almanaque y hermanadas en la teología— componen una sinfonía espiritual que esta Sevilla mía, noble y piadosa, acoge con el mismo espíritu que yo, Rey Santo y siervo, sustenté en cada empresa terrenal y celestial. Porque no hay contradicción entre la humildad que ayer contemplamos y la majestad que hoy proclamamos: ambas son facetas del Unigénito, que se abaja para salvar y se eleva para reinar.
Sea, pues, este día memoria viva de la procesión que ennobleció nuestras calles, y a la vez proclamación rotunda del Cristo que gobierna sobre los siglos. Y que Sevilla —eterna en su fervor, invicta en su fe, jocunda incluso cuando truena— persevere en esa fidelidad que tanto honra al cielo como a su historia.
Sean felices y aférrense a lo superlativo que sólo Él nos otorga.
