En nombre de mi augusta, venerable y excelsa pluma, que hoy tiembla como junco reverente ante la figura regia que dicta y manuscribe, ensalzo la arcana maravilla que la Muy Noble, Muy Leal, Invicta y Mariana Ciudad de Sevilla ostenta cuando los cielos, en inopinada efusión, desgajan sobre sus calles un himno acuoso, fragmentado en infinitas alícuotas, un severo pero bendito claroscuro celeste.
Porque, Señor mío, Altísimo Padre, manijero de la totalidad de eventualidades, incluso cuando las nubes oscurecen la bóveda firmamentaria celestial y el eco de los truenos parece rivalizar con los bronces y ecos pétreos de la Giralda, Sevilla no mengua ni declina, antes bien se transfigura, adoptando una majestad umbrátil y una belleza ceremoniosa que solamente las reinos tocadas por la divinidad conocen.
Las novedosas, protocolarias y corporativas losas de sus avenidas —en especial aquellas que bordean los arcos catedralicios donde reposo en eterna vigilancia en mis acristalados aposentos— se tornan en espejos vetustos donde la luminosidad, quebrada en infinitud de fragmentos, engalana cada fachada con un resplandor que ni las manos del más diestro orfebre podrían reproducir. La lluvia, en su sabia lentitud -be water, my súbdito-, pule las esquinas, perfuma los recovecos y hace del olor a tierra mojada un incienso nuevo, digno de la ascensión hasta las alturas.
Y cuando la tormenta arrecia, cuando los cielos braman su cólera pasajera, tiñendo de grisáceas verdades las almas, la ciudad responde con una serenidad casi teológica: el temblor de los relámpagos revela por un instante la nobleza pétrea de San Lorenzo, la paciente ensoñación del Arenal, la antigua memoria fluvial del Barrio de Triana, cuyas calles parecen entonces manuscritos escritos por el agua, líneas vivas que narran sin vocablos la historia de su pueblo.
Es en esos momentos —cuando la lluvia convierte las azoteas en clavecines sonoros y el viento recorre la urbe cual mensajero ancestral— cuando Sevilla muestra su verdadera esencia: una ciudad que no teme a la tormenta porque ella misma es, desde su génesis, un milagro que nació para desafiar los siglos.
Y así, mientras este Rey Santo contempla, desde mi sitial superlativo este espectáculo de la Naturaleza, sabed que el reino que me espera con absoluta veneración sigue brillando en cada gota, en cada trueno, en cada resplandor: Sevilla jamás desfallece, pues incluso bajo la lluvia, Sevilla es un prodigio que no cesa de latir.
Sean felices en esta dominical fecha.
