Gozos de Rocío

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Sea esta pluma la que trace mi verbo y mi pecho, desbordado de júbilo santo, por cuanto he visto con mis propios ojos y sentido en mis entrañas reales acá en coordenadas catedralicias: la coronación gloriosa de la Virgen del Rocío, amparo de redimidos, en la sede de su Hermandad, y ya en Sevilla entera.

No sabría manuscribir del gozo superlativo sin quebrarme un poco, pues fue tal el esplendor de la jornada, que mis huesos aún vibran con el eco de los vítores y las cornetas. Cuando su trono, altar que rachea gracia, alto y sobrado de gloria, se abrió paso entre las almas congregadas, vi que descendían de los cielos haces de luz teñidos de esmeralda, como si las mismas bengalas verdes fuesen lenguas de fuego consagrando su realeza inmaculada.

Y entre tal maravilla, aún se me quedó en la memoria una risa: el pollero, oh, tan grande, que más parecía escudo de ángeles que sostén humano. Mas lejos de menguar la estampa, la acrecentaba, como corona de majestad invisible. El pueblo, sin distinción de estado ni fuero, contemplaba aquella figura que parecía no andar, sino flotar.

El exorno floral, digno de eternidad, era canto de primavera perpetua: blancas palomas de flor y fe se alzaban entre juncos de esperanza, y yo juraría que un par de ellas batieron el aire con vuelo real, como testimonio del cielo contento.

Lloré, sí, sin deshonor alguno. Pues no hay corazón de rey que no tiemble ante la gracia que descendió aquella tarde sobre Sevilla.

Y así lo dejo escrito, no por vana memoria, sino para que los que fueren, siglos delante, sepan que Fernando, Rey que conquistó por cruz y Lobera, santo por la intervención divina, fue también reconquistado por una Reina ya con corona de oro y ceñida con la eterna de los corazones.

Vivan, oren, gocen y sean felices hasta el éxtasis superlativo absoluto.

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