Auxilio de María

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En el nombre del Altísimo, que es Verdad sempiterna y Sabiduría inmarcesible, manuscribo estos vocablos con el pulso ardiente de la fe y la pluma ungida por la gracia del Hijo del Altísimo que expira en Triana y llevó su último aliento a tierras, allá donde comanda el Sumo Pontífice a la Iglesia, en tributo a la excelsa Señora, María Auxiliadora, y al venerable padre de juventud innumerable, San Juan Bosco, cuya obra resplandece como antorcha en la espesura del siglo, en toda Casa Salesiana.

Sea sabido en todos los confines de la cristiandad que María, la Madre del Salvador, no abandona a sus hijos en el trance del combate espiritual, ni deja sin socorro las sendas por donde caminan los pequeños, los pobres y los humildes. En su título de Auxiliadora de los Cristianos, Rendidos todos a sus Plantas, se revela como torre inaccesible y escudo resplandeciente, defensa de los inocentes y madre de ternura sobre toda miseria. Su manto, que cobijó al Verbo encarnado, continúa extendido sobre quienes invocan su amparo, y sus manos, siempre abiertas, vierten celestiales mercedes sobre la familia de Don Bosco, a quien Ella misma eligió como heraldo de su amor.

¡Oh Don Bosco! Varón de Dios, forjador de almas juveniles, pastor fiel que viste al rebaño con esperanza, tú no feneciste con el ocaso de tus días terrenos, porque el Cielo, al acogerte, te concedió permanecer entre nosotros con vigor inextinguible. En cada rincón donde una voz joven alaba a Cristo, donde una mente se educa en la virtud y un corazón se levanta del abismo, ahí estás tú, guía invisible y columna de fuego en la noche de los siglos y eres testimonio de la Totalidad allá donde un hijo salesiano verse y sonría.

¡Mirad cómo María se inclina sobre el mundo salesiano como reina que corona a sus servidores fieles!

Ella, que en sueños habló al santo de Turín, sigue susurrando caminos a todos esos alumnos y ex alumnos que colorean de rosa y celeste sus pisadas, revelando sendas, no al oído del cuerpo, sino al alma dispuesta a servir. Es Ella la que levanta oratorios donde antes hubo ruinas, la que convierte talleres en templos y escuelas en catedrales del saber cristiano.

Por tanto, mando sea perpetuado este testimonio de alabanza y gratitud, que brota no de un solo corazón, sino del clamor unánime de generaciones redimidas por la fe viva, encendida por Don Bosco e iluminada por María Auxiliadora.

Firmado con puño real, Yo, Fernando, Rey y Santo, morador eterno catedralicio.

Sean felices.

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