Despidiéndote, Jorge

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En el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, bajo la Luz de Su Santa Madre, yo, Fernando, Rey y Santo, por la Gracia del Altísimo en la morada de los Bienaventurados, escribo estos vocablos de honor y gratitud.

A ti, Jorge, que en vida fuiste llamado Francisco por amor al Poverello de Asís, te habla quien en su tiempo blandió Lobera en defensa de la fe verdadera.

Has llevado el cayado de Pedro con humildad de siervo y con corazón de pastor. En tiempos de confusión, dificultad y de veredas torcidas, con sinuosos y y recónditos intereses, tú no temiste andar entre los pobres, tocar a los enfermos y alzar la voz en favor de la paz, como quien siembra en tierras endurecidas por el dolor de los hombres.

No buscaste tronos áureos ni altares de vanidad, sino que viviste en sencillez, siendo padre para los huérfanos, consuelo para los errantes y faro para las almas abatidas. De los confines de la Tierra, desde la lejana y vieja Argentina, fuiste llamado a Roma para ser puente de misericordia entre los hombres y Dios.

Hoy, que ya recibiste la mirada eterna y en tu descanso, recibe de este humilde servidor de Cristo una corona no de reyes terrenos, sino de gratitud eterna. Por cada lágrima enjugada, por cada injusticia enfrentada, por cada vida tocada por tu palabra, has tejido vestidura digna de los justos.

Aquende, donde las espadas duermen y los reinos no perecen, te esperan los coros que entonan gloria al Cordero. No como Papa, no como Pontífice, sino como hermano, te abrazo en el amor que no acaba.

Que San Isidoro, mi maestro, y Santiago, nuestro patrón, te acompañen en tu tránsito, y que la Virgen María, Estrella del Mar, conduzca tu alma segura a puerto de luz.

Con la felicidad de sentirnos plenos por tu mandato, descansa eternamente en paz y que tu alma se sienta gozosa por la tarea cumplida.

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