Desde mi sitial catedralicio, alzado sobre las memorias y las glorias del reino que un día reconquisté Lobera en mano, oteo cómo las nubes se ciernen sobre Sevilla. Hoy, como si del cielo brotase un llanto divino, la lluvia desciende lenta y certera, tocando cada piedra y cada rincón de la ciudad
¡Oh, Sevilla mía! Alhaja de mi corona. El cielo, cubierto por un manto gris, se derrama sobre tus azoteas mojando esa ropa tendida.
Hoy, cada gota que besa los adoquines de tus calles resuena como rezo acuoso que purifica y redime. El Guadalquivir, sempiternamente presente en su curso, cual arteria principal del reino, se crece bajo el aguacero, perdiendo ese sentir de espejo por instante goteo.
Los patios de vecinos y pretéritos corrales, jardines que antaño contemplaron el esplendor de Al-Ándalus y después fueron reconquistados, reciben el agua como menesterosa prioridad.
Bajo la lluvia, Sevilla se transforma; ya no es la ciudad ardiente de soles abrasadores. Sus calles, otrora bulliciosas, se tornan en silencio, en senderos por donde camina la melancolía. Y en cada rincón, en cada piedra labrada, erosionada y mojada, en cada puerta ojival, se siente el latido de la memoria, el pulso de un pasado que no muere.
¡Oh Sevilla!, cuna de mis anhelos, lecho catedralicio en el que habita y siente este Rey Santo, que la lluvia te envuelva sempiternamente en su manto de gracia.
Fernando, este Rey Santo que exalta te conquistador, desde el reino de los cielos más terrenales, paraíso de paraísos donde mis ojos no dejan de velar por ti, mi Sevilla, mientras la lluvia canta en tu nombre un himno eterno de amor y redención.
