Virtud excelsa, superlativa, absoluta y de honda raíz en la naturaleza humana.
Inclinación del alma que, desborda los limes de lo terrenal, se vuelve hacia el prójimo más próximo con profunda compasión.
Nacida de la más alta comprensión del sufrimiento ajeno, no es el mero conmoverse ante la desdicha, sino la disposición irrompible, incorrupta de atender a la voz y al eco de socorro, a costa de nuestras propias dichas quietudes.
Así es Ella, y en Ella, el corazón se abre como florecilla ante catalizador lumínico, sin interesa propio, sino por la imperiosa necesidad de sanar m las heridas de sus hijos baratilleros.
Podría manuscribir este Rey Santo, sin incurrir en exageración, desproporción o desmesura alguna, que la Piedad es hija de la Divina Clemencia, imitando en lo humano el trato del auxilio que procede de las cercanías del Áltisimo y de su Bendito Hijo Misericordioso. En los recovecos del laberinto interminable de su esencia, ese barrio torero del Arenal, encuentra el eco de los pretéritos sabios, quienes gastaban con solera, vocablos envueltos en la solemnidad de los tiempos vividos, cuando el barrio era barrio, y nos advertían de lo menesteroso de tenerla en la cercanía, a la distancia de un Avemaría…
Pues, ¿qué es, en fin, la piedad, sino un lazo infinito entre el corazón y la eternidad?
Bajo tu manto, el ser humano encuentra la calma en ese amor entrañable, en ese abrazo atemporal a Tu Hijo descendido, desclavado, hundido y humillado aunque victorioso en la Calle Adriano.
Llama que, aunque tenue, nunca debe apagarse, pues en Ella arde el fuego de sus hijos baratilleros que, a pesar de sus incontables caídas, levantan el vuelo y hoy te sienten Coronada, Piedad Coronada del Arenal.
Y tras Ella, junto a Ella, en Ella misma, Caridad…
