La costa de Sevilla

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La venida a bien del solsticio de verano y estas temperaturas que rozan la cuarta decena hiciéronme postrarme en sillón tan real y santo como el que manuscribe, a divagar entre ensoñaciones con una Sevilla que diera acariciada por el vaivén y el salitre de una suave ola.

El armónico ir y devenir marino, el delicado continuo de las masas acuosas o ese buen puñado de arena producían en este que escribe la más placentera de las sensaciones al otear el reino y olfatear a mar.

¿Se imaginan el aroma de azahar en primavera bañado por el constante olor a mar de la cercana llegamos acá en el Patio de los Naranjos una noche de bohemia?

¿Se imaginan lo grandioso de tener una Plaza de España con vistas al mar o un Puente de Triana por el que se cruce a mariscar?

Tal vez, quizás, pueda ser y toda la terminología condicional que se atrevan a enlazar tiene una explicación absoluta y este Rey Santo, en su sano juicio y predicando aquello de que más sabe el Rey Santo por viejo que por Rey y por Santo, se me va a dar: el Altísimo, en su breve instancia constructiva no quiso abusar de la terminología de perfección y creó Sevilla a imagen y semejanza retaban de su Paraíso para que en resto de reinos puedan poseer algo que denotar.

Digamos que quiso que la perfección fuese sin playa y así la creó.

Sean felices.

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