Septenaria de transición. Temporalidad breve pero intensa en la que de camino a nuestra sede soltamos varas d insignias para agarrar con firmeza los volantes, el clavel y la pañoleta de la caseta.
Cambiar la insignia identificativa de la solapa puede parecer vulgar pero conlleva un arduo esfuerzo. Centurias en el reino y aún me cuesta, siendo Rey y Santo, encontrar el pin de la portada presente con anterioridad al evento de mayor colorido de Europa.
Aún estamos con el regusto amargo y acuoso de una septenaria para el olvido donde la escasez de cofradías en la calle las sustituimos por los escándalos, la crítica desmedida en su justa medida y el sopor de degustar café y torrija entre las naves catedralicias. Algún pestiño también fagocité con agrado.
Pero Sevilla no se detiene, el tiempo vuela como un volante en el lance de una sevillana y por mucho que queramos detenerlo, la mayoría ya habéis quedado debajo de la portada porque nos gusta verla pasar o bien en la caseta de tu primo para sacarle la convidá.
Y no se detiene y el albero y los farolillos nos esperan al doblar la esquina donde te puedes encontrar con el triste que te dice que no le encuentra sentido a la Feria. Cristalino: comer, beber, reír, besar, abrazar, seguir comiendo y bebiendo entre amigos es durísimo y roza la tristeza extrema.
Alisando la crin de mi ecuestre amigo, con el traje, también corto, como todas mis posesiones debido al escaso tamaño de lo que queda de cuerpecito en la urna y con un clavel cuasi reventón en la sopla de la chaqueta, con las chorreras salientes, deambulo con la nerviosera del que sabe que viene otra cuantía de eventualidades sucesivas maravillosas, de superlativa alegría y felicidad infinita.
Sevilla cambia la capa y el ruan por el traje de flamenca, los tacones y la flor.
Sean felices que más lo seremos a la mayor brevedad.
