El llanto de un niño

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Iglesias vacías, capillas silenciosas a modo de ermitas perdidas en las montañas, templos donde los cuadros y relieves de sus paredes son lo único reseñable que ocupa el volumen interno de su capacidad, espacios catedralicios repletos de columnas donde la verticalidad es manifiesta y cada recóndita adyacencia carece de vida, de alma. Espíritus callados. Frialdad absoluta.

En contra, Iglesias, parroquias, capillas, ermitas urbanas, templos y catedrales rebosantes de vida, de bullicio, de alma. Ese espíritu libre que deambula de una capillita a otra; esos equipos entregados a la vida de Hermandad, a su Hermandad, certeza plena, en mayúsculas.

Esos padres, cofrades confesos trabajando a brazo partido, comidas de familias que se eligen e incluso rivalidad personales de egos incomprendidos que se comprenden tras los muros de la Casa del Señor porque todos somos débiles y cada cual tiene objetivos, aspiraciones e incluso necesidades para satisfacer su capacidad de ayuda.

Caridad, Formación y Culto, finalidades máximas de una agrupación de fieles capaces y no tanto que darían su vida por sus titulares. Fervor, alguna lágrima y detalles de los de puñal en el pecho, nudo en la garganta y lágrimas que se desbordan de manera incontrolada porque cada cual lleva su cruz, en ese día a día, en el que hasta este Rey Sanyo que manuscribe tiene su puntito de condena.

Y entre tanto, un niño, en el mejor de los casos, un infante precoz que con dificultad camina entre altares, alfombras desplegadas y algún que otro escalón arquitectónico que llora al jugar porque otro cofrade precoz le ha robado su “argamboy” o ha caído desde un escalón más alto del esperado.

La inocencia del que aún no conoce la dicha de jugar en su casa, junto al Hijo de Dios y su bendita Madre, Esos que jamás lo soltaran de la mano en su pedregoso caminar.

La dicha del cofrade sevillano.

Sean felices.

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