Balompié sevillano

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Las campanas catedralicias repicando y este Rey Santo, al que se le han pegado las chorreras a la urna se dispone al gozo. Dominical con ojuelos aún entre abiertos y alguna legaña real y santa realizando su función adhesiva para que continúe adherido a la acolchada superficie horizontal que me sostiene.

Domingo de… bueno, ¡ya lo sabéis! Suenan otras campanas. Trompetas, trompas y tambores. Ha llegado el día de la contienda en el reino.

Este Rey, que poco o nada se inmiscuye en el paraíso futbolístico asume con felicidad superlativa la pléyade de emociones y sentimientos que afloran en fechas señaladas en el almanaque como la de hoy.

El blanco y el rojo, el verde y el blanco y no, no verso acerca de las líneas de grosor considerable que visten y engalanan las casetas del Real, confluyen en el campo de batalla. Batalla por el honor; conquista y reconquista, orgullo y deshonra… Todo, en ámbito deportivo.

El reino se divide en dos, familias se descomponen, amistades se odian, amores se separan, padres e hijos pueden llegar a no correrles la misma sangre mientras corretean las casi dos docenas tras un balón con el valor de alcanzar el olimpo sevillano durante unos meses. Y todo, durante una dualidad horaria donde a su culminación, los cauces vuelven al mismo río, con chanzas y palabrería arriesgada donde se camina por el precipicio y hasta mañana.

Sevilla se tiñe de derbi, de ilusiones, de confrontación hermana aunque no los unos ni los otros acepten hermandad ni lazo.

Bendita ciudad de la dualidad, bendito reino de lo superlativo. Bendito reino donde se ríe y vivir sin lime es religión.

Gocen, sufran, sean felices y que ruede el esférico.

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