«A esta es»…
Hoy no quiero hablarles de noticias. Hoy no deseo contar que me parece bien o que me parece mal de todo lo que se habla sobre la futura Semana Santa. Hoy no me llena el escribir sobre como algunos se arriman por el interés, hoy tampoco escribiré sobre lo superfluo que se ha vuelto todo este mundillo, con la profundidad que tiene (tanto como 500 años de historia). Toda una larga historia, dilapidada en minutos de paso, calles que no se quieren transitar, horarios de fotógrafos, solos de corneta, izquierdazos y pasitos para atrás… Repito, con el trasfondo que deja quinientos años de historia.
Pero no, hoy no quiero hablar, escribir o leer sobre nada de eso. Hoy es 24 de octubre, una fecha que seguro tendrá alguna efeméride cofrade (que día no la tiene ya). Pero no quiero hablar de ella, hoy solo me apetece hablar de recuerdos, quizás los míos, pero este artículo pretende que sea de reflexión en la mayoría de las ocasiones y hoy no va a ser menos. Aquí se leerán mis recuerdos de hoy, pero el ejercicio es que usted recuerde los suyos y entre todos uniendo nuestros recuerdos, demos forma al sentido de la Semana santa, recordar, lo vivido.
Hoy tengo ganas de hablar de mi calle de la infancia, esa que despertaba los días grandes viendo nazarenos azules color cielo sevillano, pasar por su puerta camino del templo, a los que desde el zaguán de mi hogar les pedíamos caramelos, y que con suerte conseguíamos los primeros antes de salir la primera.
Ganas de hablar de un chiquillo que se enamoró de San Juan de la Palma, saliendo de su sacristía para recibir a Dios a por primera vez en su vida y que se encandiló de esos ángeles que cuelgan de su presbiterio para luego dirigir la mirada hacia Ella: “No me llaméis Noemí, esto es hermoso, llamadme Mara, esto es amargo, porque el Todopoderoso me ha llenado de Amargura” (Carlos Colón, Pregón de 1996). Para luego a los dieciséis tomar la decisión de vestir la túnica blanca silenciosa y acompañarla cada Domingo de Amargura por las calles de la ciudad.
Un niño de nuevo en la Encarnación con globos y helado viendo a San Benito y a La Candelaria, pasar una detrás de otra junto al antiguo derribo del antiguo mercado. Tardes de Martes Santo de correrías y caramelos regalados por un nazareno. Y entonces, llegaban los Jueves Santo, de visita a la Macarena y a los Gitanos, de quedarse embobado mirando corazas brillar y plumas moviéndose a compás por el ‘trantrán’ del viento, de noches en San Gil pidiendo caramelos a nazarenos fumadores de paciente espera. Era el momento de acostarse tarde, tras salir la cofradía y ser despertado temprano para ir a calle Parras, al balcón de Marta, (tardé unos años en saber que la prima de mi madre era hija de Marta la famosa saetera). “Te fuiste pá cuatro días y tardas siete en volver, Madre mía, Macarena, no me lo vuelvas a hacer”.
Mañana de Viernes de reencuentros de familiares y amigos en calle Parras, como cada año. De refrescos y pinchito en La Bolera, mientras jugabas en el albero de su patio trasero…. Recuerdos que se fueron, pero que al ser traídos al presente, volverán.
«Bueno, pararse ahí»
