Jerusalén sevillano

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Como decía la letra “Domingo de primavera, Jerusalén sevillano. Otro Domingo de Ramos de sol, olivos y palmas. El alma se vuelve niño, que al Señor le grita ¡Hosanna!”.

Sevilla, cristiana, mora y romana, vuelve a reconquistarse como cada primavera bañada por esa luz que nos hace revivir la tradición que perdura en los siglos. Sevilla huele al estallido de los naranjos en flor, a cera consumida, a la nube de aromas que anuncia la dualidad entre lo humano y lo divino. Sevilla suena al canto de los vencejos, a corneta antaña, a redoble de tambor, a oración templada hecha cante bajo el susurro de una palillera.

El Redentor entra en Jerusalén a lomos de una borriquilla entre vítores y palmas, bajo la mirada atenta de una muchedumbre de mujeres y niños que lo aclaman a su paso. Los días pasan bajo la sospecha del poder de los gobernantes. Aquella noche, en torno a una mesa, Él proclama su sentencia a sus discípulos bajo la Sangre y el Cuerpo de Cristo. La duda se cierne entre ellos sin saber, que el traidor, ya había abandonado el lugar para venderlo por un puñado de monedas de oro; “Al que yo besare, ese es: prendedle”. Maniatado es llevado ante los sumos pontífices para ser interrogado por Caifás: “¿Eres tú el Hijo de Dios?”, respondiendo “Yo soy”. Humillado, ultrajado y azotado es coronado de espinas y cubierto por una clámide púrpura como burla a quién dice ser Rey. Mientras las heridas todavía permanecen abiertas en su espalda y la sangre ya no corre por su frente, Pilatos, máxima autoridad de Roma, lo presenta al pueblo, “¿A cuál de los dos queréis que suelte?”, el pueblo al unísono coreaba “A Barrabás”,«¿Qué haré entonces con Jesús llamado el Cristo?», dijo Pilatos, a lo que respondieron “Sea crucificado”. Camino del Monte Calvario con la cruz a cuestas, una muchacha se acerca a enjugarle el rostro. El peso del madero puede con Él haciéndolo caer exhausto por tercera vez. Ya en el Gólgota, crucificado y acompañado por los dos ladrones, uno a cada lado, conversa con el “bueno” de ellos prometiéndole el Reino de los Cielos, tras esto buscando al Padre pronuncia “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”, sin obtener respuesta y exhalando el último aliento cumple la voluntad de Dios. Muerto, es bajado por Nicodemo y José de Arimatea envuelto en una sábana blanca para ser devuelto a los brazos de su madre. María, rota por el dolor y ayudada por los pocos que quedaban, lo traslada al sepulcro. Y al tercer día…resucitó.

Volvemos a sumirnos en un letargo que parece que nunca acaba con el recuerdo en la memoria, y la añoranza de quién anhela el sueño. Despacio y a su ritmo, la ciudad volverá a vestirse de primavera para contar la historia de Aquél que dio la vida por nosotros.

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